domingo, 13 de septiembre de 2009

BELDANDO (La cosecha)


















Beldar: separar la paja del grano


Lo confieso, soy de pueblo. Algo que a los de ciudad les hace mucha gracia, creo que porque piensan, cuando ven a uno de pueblo, que seguro es un ignorante paleto. Hay bastante archivo cinematográfico al respecto, puede que algo de certeza también. Habría que ver cómo se desenvuelve el de ciudad en el pueblo, por otra parte. Por lo que a mí respecta, mi primera anécdota en la ciudad fue ser atropellado por una bicicleta. Claro, yo estaba preparado para estar sobre aviso en lo que a los coches se refería, pero no pensé que un silencioso y peligroso ciclista descontrolado apareciese de la nada. El caso es que mi cuerpo de 9 años terminó desparramado por la calzada en la inercia del golpe, junto los libros que iban en mi cartera escolar de niño de pueblo que acababa de llegar a la city para estudiar. Recuerdo el escarnio del tipo, que ni se despeinó siquiera al llevárseme por delante, diciendo mientras se perdía en el asfalto para siempre: -“¡mira por donde vas, que te van a matar chaval!”.Que le den, digo yo, y le habrán dado, porque después de más de 30 años, seguro que por algún lado le habrán dado, como a todos.

No quería referirme aquí a mi transición a la ciudad, que ha sido una mera introducción anecdótica por mi confesión pueblerina. Lo que quiero reflejar son varias escenas que guardo muy vívidas en mi memoria y que se remontan a esa edad que va de los 6 a los 9 años.

Los recuerdos a los que hago referencia están enmarcados en esa etapa veraniega de la cosecha del cereal. Sé que para quien no lo haya vivido este tipo de cosa folclórica le sonará bastante rara. No podrá hacerse una idea de las sensaciones, los olores, el polvo dorado que flota en el aire volviéndolo denso y que se te agarra en la piel, que no para de sudar bajo el sol abrasador de final del verano, la luz difuminante que se crea cuando el sol de atardecer iluminaba la era, …



Me llamaban poderosamente la atención los ingenios utilizados para separar el grano de la paja. Por supuesto, no hablo del simple trillo, que también tiene su encanto, ni de las enormes cosechadoras que llegaron después y que ya lo hacían todo en el mismo campo de la siembra, como podemos verlas ahora en los campos de secano; no, a lo que me refiero es a una especie de artefactos que asemejaban casas rodantes, hechas básicamente de madera y que podían tener el tamaño de una furgoneta y que ahora me recuerdan al “castillo ambulante”, de Miyazaki. Cuando veía una de estas máquinas me daban ganas de meterme dentro y ver cómo era su mecanismo. Eran las beldadoras, que se movían a mano al principio, y después mecánicamente.

Las enormes trilladoras que vinieron luego también me resultaban llamativas, hablo de las de diseños más anticuados, que eran movidas por el motor de un tractor, con engranajes y correajes externos que había que atender cada poco; después ya vinieron las cosechadoras y se fue olvidando la era, pues una sola máquina lo hacía todo.

La época en la que guardo más recuerdos de la era en noches de luz difusa con atmósfera densa por el polvo que salía de la cosechadora y enormes montones cosechados propiedad de diferentes vecinos, esperando para ser fagocitados por la enorme máquina y escupidos por diferentes sitios, separando la paja por un lado y el grano por otro.

Sobre esos montones enormes jugábamos los niños, escaqueándonos a las miradas de los ajetreados adultos, enredados en sus faenas, pero dispuestos a echarnos la bronca por divertirnos. Es de una intensidad increíble el recuerdo de una noche, bajo la luz artificial de una bombilla tenue del tractor, que movía con su ruidoso motor a la enorme trilladora, a través de una cinta muy larga que formaba un ocho infinito, dando vueltas sin parar. La trilladora parecía que fuese a destartalarse al instante siguiente, pues toda ella entera se movía como un organismo casi vivo (igualito al castillo ambulante, ya digo); también salían múltiples y extraños ruidos de su mecanismo y la gente hablaba a gritos para poder entenderse por encima de todos esos ruidos. Todos iban protegidos con sombreros y pañuelos, de modo que parecíamos una pandilla de forajidos. Los niños también usábamos los pañuelos para evitar tragar el pertinaz polvo. Deambulábamos la escena, saltando a los enormes colchones de cereal, con el cuerpo en puro picor que ya ni molestaba, embelesados por el ajetreo y el enorme artefacto, jugando a pistoleros y al escondite, en ese ambiente de penumbra, alejándonos hacia la oscuridad y volviendo rápido hacia la pequeña isla de luz, polvo, ruido y magia que había en la era.

Esos tiempos ya pasaron.

Por último y en realidad el primer recuerdo cronológico que guardo al respecto de la época de la cosecha y por el que ahora escribo en realidad este post, se remonta a mis 6 años. Aún no habían llegado las máquinas de las que hablé más arriba; quiero decir que yo aún no las había conocido, porque seguro que ya existían, tan viejo no soy. Pero para mí eran aún algo que no existía como concepto siquiera y que viviría al siguiente verano tal vez.

Así que, la escena que se desarrollaba en la era, era mucho más plácida, más antigua y étnica. Tras la cosecha, hecha con hoz y guadaña, el cereal estaba repartido en un círculo de unos 20 metros de diámetro (puede que más puede que menos), sobre el que se daban vueltas y vueltas con el trillo, que era tirado por un par de mulas o vacas o lo que hubiese. Eso sí, había que prestar especial atención a un detalle escatológico, pues cuando el animal se ponía a hacer sus necesidades debía estar uno presto a meter un cubo debajo para evitar que cayese sobre el cereal y poder continuar trillando tranquilamente (esa tarea se podía encomendar a un niño). Para mí el trillo era un tío vivo increíblemente divertido, pues me podía subir y bajar a voluntad, me sentaba en el trillo con la función de hacer un poco de peso, pero al mismo tiempo pensaba que viajaba a lugares lejanos con ese vehículo de tracción animal. Era como vivir una aventura. El día que ahora recuerdo estaba acompañado de mi tía Esperanza, una mujer soltera, de carácter adusto, recio y sobrio, que llevaba toda la faena con mano férrea, dirigiendo cada tarea.

Tal vez no hubiese recordado todo esto de no ser por el detalle “cultural” que vino a continuación.



Estando en plena faena, paró un coche extranjero en la carretera cercana y una pareja se acercó embobada, con los ojos abiertos de par en par, a vernos trillar. Sus caras sonrientes me hacían pensar en posibilidades que no terminaba de entender y no comprendía qué les podía interesar de nosotros. El matrimonio se hacía comentarios y cada vez estaban más sonrientes, hasta que no pudieron evitar pedir a mi tía el hacernos unas fotos, así que allí posamos, como autóctonos campesinos graves, para la posteridad. Algún alemán (no sé por qué creo que eran alemanes, pero seguro que sería muy, muy raro que fuesen ingleses, así que me pega más que fuesen alemanes), tendrá esa foto, supongo.

Después se despidieron cortésmente, chapurreando unas palabras en castellano e incluso me dieron una propina y seguimos con la trilla. Pero algo cambió en mí. Pues la situación me hizo reflexionar sobre lo que hacía en ese momento y comencé a plantear preguntas a los demás, pero sobre todo a mí mismo. Es decir, eso hizo que me sintiese de varias maneras, primero importante, pues tenía interés para alguien que debía ser a su vez importante si había llegado allí desde tan lejos para hacerme una foto. Luego, tal vez a la vez, desconfiado (¿en serio podía tener algún interés lo que hacíamos?), por otra parte, afortunado, pues me había proporcionado unos céntimos para gastarme en chucherías, aunque tampoco entendía por qué me habían dado dinero por hacerme una foto; por fin, inevitablemente en mi caso, me sentí o percibí o razoné de manera meta cognitiva; hizo que reflexionase sobre la actividad en sí y la tarea agrícola pasó a ser algo en lo que yo quedaba incluido como un objeto de observación. En definitiva, se produjo la separación de la realidad, en cierto modo. Hasta ese momento yo era un niño que trillaba y no se hacía preguntas, después seguía siendo un niño, pero que sabía que trillaba y que se hacía preguntas. Parece una tontería, pero para mí creo que ahí radica el inicio de lo que luego serían todas mis comederas de tarro (hablo en este caso de las buenas, no de las traumáticas), el dedicarme a la psicología y el estar ahora dedicado a la ámbito más transcultural.

Puedo empatizar con la persona de una tribu que se ve sorprendia en su cotidianeidad por un extranjero (tal vez un antropólogo, tal vez un mero turista o ambas a la vez), interesado en retratar su vida. Así, su normalidad se convierte en algo especial, en cierto modo, pero la observación le cambia irremediablemente, pues transforma también su costumbre y le transforma sin querer en su propio observador…