domingo, 10 de agosto de 2008

A LA DERIVA

Grafiti bajo el puente


Una de mis aficiones ha sido caminar sin rumbo en una ciudad nueva o ya conocida, haciendo que mis pasos vayan por calles por las que habitualmente no iría, ver sitios que ni siquiera vienen en las guías, calles no turísticas, observar cosas que no permanecerán, que sólo se pueden ver una vez, que quizá en otra posible visita ya no existan, etc. Es curioso cómo la posibilidad del descubrimiento está tan cerquita cada día. Y es tan sencillo regresar a casa por otro camino, ir a comprar a una tienda en la que jamás entré, tomar un café en un bar al que tal vez ya no vuelva más o ver partes de la ciudad insospechadas, como el hallazgo reciente de un parque que tiene un barranco en el fondo, gradas de piedra, un puente bajo el cual hay unos grafitis muy currados, escalinatas metálicas zigzagueantes, un viejo caserón con apariencia de castillo abandonado…es un sitio que me produce algo especial y lo mejor es que casi nunca hay nadie. La gente pasa por encima del puente y nadie suele bajar, para muchos, aunque lo vean, realmente no existe. Lo sé porque yo pasé muchas veces por encima de ese puente, con mi coche o andando y durante bastante tiempo no llamó mi atención, hasta que un día me dejé llevar por mis ganas repentinas de pasear por allí debajo.
Esto me hace pensar que gran parte de nuestra vida puede transcurrir de manera rutinaria, sin percatarnos de la cantidad de cosas especiales que nos perdemos por no ser capaces de romper algunos hábitos cotidianos, cosas que suceden a nuestro lado.
Algo tan trivial como caminar si aparente rumbo por una ciudad es algo que ya se plantearon algunas personas a mediados del siglo XX como algo digno de ser experimentado a posta (por no hacer referencia a los antiguos peripatéticos, claro), me refiero al movimiento “Situacionista”, considerados inspiradores ideológicos del Mayo del 68. Guy Debord junto con otros colegas, crean el Situacionismo, dentro del que idean la Psicogeografía, que viene a ser el estudio de cómo las personas nos vemos afectadas emocionalmente por la arquitectura urbana, por la organización social capitalista y la burocracia de las ciudades, planteando además la necesidad de hacer cambios para no convertirse en meros artistas burgueses. En este sentido, hablan de corrientes de flujo en las ciudades, de puntos psicogeográficos “fijos”, “torbellinos”, de la “Creación de situaciones” y de la “Deriva” (que viene a ser un paseo apresurado y un tanto aleatorio por diferentes ambientes urbanos) como técnicas para producir esos cambios, que procuren, en palabras de Debord:
La actitud situacionista consiste en pujar sobre el flujo del tiempo, contrariamente a los procedimientos estéticos que tienden a fijar la emoción. El desafío situacionista al paso de las emociones y del tiempo sería la apuesta de ganar siempre sobre el cambio, yendo siempre más lejos en el juego y la multiplicación de los períodos excitantes”.

"El tiritador", cuadro de Jean Dubuffet que sustituye temporalmente al Viajero Extraviado.

Ya Nietzsche, con cierta melancolía, comentaba en su época cómo eran las cosas, diciendo que la gente parecía no tener un momento para pensar y recordaba otros tiempos en que lo normal era caminar sin prisas, para reflexionar, se disponía uno para pensar, se paraba literalmente, adoptando una actitud meditativa y luego, tras un lapso más o menos largo continuaba el camino con mejor ánimo, -los pensamientos paseados-.
Hace poco ha salido una especie de estudio científico sobre la relación de las personas con el espacio que habitan y donde llegan a la conclusión de que el área en la que se mueve una persona la mayor parte del tiempo de su vida transcurre en unos 10 kilómetros. Los caminos repetidos se solapan dando una instanténea espaciotemporal del movimiento de esa persona registrado día a día, lo que viene a ser a simple vista un garabato hecho con rabia, un borrón vaya, con un centro espeso que refleja la repetición hasta la saciedad de caminos, desde los que trazamos dentro de nuestra propia casa, al trabajo, al parque, al súper, al cine, al bar, al centro, al barrio...progresivamente aparecen unas pocas separaciones que se destacan, pueden ser viajes de fin de semana o vacaciones...
Repetimos los mismos caminos, compramos en los mismos sitios, etc. Incluso en un área tan limitada, la posibilidad de romper y transformar la mirada sobre las cosas debería ser un acto de voluntad individual aconsejable.

Hubiese querido ilustrar este post con un cuadro de Jean Dubuffet, “Le Voyageur égaré” (El viajero extraviado). Este pintor es conocido como creador del Art Brut (arte bruto); su obra se inspira en principio con los dibujos realizados por esquizofrénicos y niños, con lo que sus cuadros son de apariencia tosca, sin pulir, casi garabatos a menudo.
Tengo una reproducción de dicho cuadro en un póster utilizado para el anuncio de una exposición sobre arquitectura urbana, “Habitar la ciudad”, que se hizo hace unas décadas ya y cuya temática trataba sobre las previsiones de organización de los espacios en la ciudades para que fuesen más habitables. Ese póster es la raíz de este post y me hubiese gustado, como digo, tenerlo a mano, pero por desgracia esta enrollado y guardado en algún cajón en mi domicilio familiar, a unos miles de kilómetros de donde vivo ahora y no encontré por ningún lado, entre las decenas de cuadros de Dubuffet que he visto en Internet, el dichoso Viajero extraviado, por eso aparece “El tiritador” que plasma un estilo de pintura muy similar y también es de Dubuffet y además creo que viane al pelo, como ahora explico.
Hemos tendido a ver nuestra existencia como algo continuo, unitario. Pero bien puede tratarse de otra cosa (la concepción del tiempo tiene un componente subjetivo importante), emocionalmente sentimos periodos intensos y otros que pueden calificarse de anodimos. Si procuramos los segundos intervalos se reduzcan, lo que conseguimos es crear situaciones vivas, emergentes, no una réplica de lo ya sentido una y otra vez, algo nuevo surge. Así podemos llegar a calificar nuestro tiempo en términos más afectivos, por lo que nuestro mayor interés debería ser conseguir que las situaciones en las que se desenvuelve la vida sean algo único e irrepetible. Esto puede suponer renunciar a la existencia como algo continuo en realidad, ya que las situaciones terminan, nos sentimos solos, en un nivel de comprensión de la realidad que no logramos compartir. Sin embargo, cuando se crean situaciones y la complicidad enreda personas, hay tantas emociones sutiles, efímeras y tan intensas a la vez, como crestas de olas...
El mensaje central de los Situacionistas es que el hombre actual no es un actor sino un mero espectador. En su rol pasivo acepta el sistema social y, en la práctica, reproduce la cultura que lo agobia y se caracteriza por el trabajo rutinario, el desperdicio del tiempo libre, la manipulación de los medios, el arte excluyente y burocrático, la cultura estereotipada, los ritos empobrecedores, el conformismo y el aburrimiento”.
Los Situacionistas fueron juzgados como anarquistas, irreverentes, críticos furiosos tanto del capitalismo como del comunismo, revoltosos, depravados y radicales tanto por la derecha como por la izquierda. Estos Situacionistas se asocian con escritores tremendos...Lautréamont, el Marqués de Sade y Nietszche”.
(Dr. Bernardo González Aréchiga R. W., Citado textual de su artículo “Creando situaciones sin retorno: algún día todos seremos artistas, todos seremos situacionistas”),

En fin, como conclusión, “darse un garbeo”, “darse un rule”, “pegarse un voltio”, “dar un paseo”… pueden tener mucha más miga de la que creemos y andar “a la deriva” puede ser una actividad apasionante si enfocamos adecuadamente nuestra percepción. Las situaciones surgen a cada paso, sólo que tenemos que decidir cuál es nuestro papel en ellas.
Y si nos decidimos a ser creadores de situaciones nuestras vidas pueden ser mucho más ricas, sin duda; este concepto me ha interesado mucho antes de conocer la perspectiva situacionista y soy especialmente consciente del mismo cuando estoy con personas que me atraen, que movilizan algo dentro de mí, entonces me siento en la necesidad de no ser algo pasivo, sino actor principal de mi vida, haciendo surgir algo muy parecido a un escenario mágico en el que te desnudas de los miedos y eres acción.
Debo agradecer a I. A. (terapeuta familiar) que me hablase de los situacionistas en un corto trayecto en coche tras un curso suyo al que asistí, pues veo con cierto pasmo cuántas de esas ideas me son familiares sin conocerlos hasta hace un par de años, creo que las palabras concluyentes de sus ideas pueden ser: “Nunca te aburras” y “El aburrimiento es contrarrevolucionario”. Y es que algo que me enerva es que alguien me diga que se aburre o peor aún, que me pregunte si me aburro, he perdido la capacidad de aburrimiento y sinceramente, si llego a sentirlo…le pongo remedio YA, seguro que algo se me ocurrirá.

La frase situacionista “Reduce la vida a una simple elección: revolución o suicidio” cobra tintes trágicos y proféticos, pues Guy Debord se suicidó el 30 de noviembre de 1994, pero sin duda fue alguien que decidió vivir intensamente e hizo de su despedida una creación de una de sus situaciones sin retorno, al final ganó su revolución.

viernes, 1 de agosto de 2008

De pronto estallan dentro instantes raros de otro tiempo


Hace un año que R. decidió irse, no aguantó más su realidad o la realidad de los demás. No la conocí lo suficiente, apenas nos besamos una noche y hablamos un par de veces, la última vez la vi mal pero no imaginé que pudiese hacerlo. Algo en ella despertaba en mí una sensación ya familiar. Ella ha sido una más que ha decidido irse y ni siquiera ha sido la persona más cercana. Pienso en las veces que yo también he maquinado irme y recuerdo las palabras de Aleister Crowley (no soy seguidor de sus ideas, algunas de las cuales me parecen aberrantes, pero sí me interesó ese personaje), referidas a los derechos del hombre; el primero dice:

“Man has the right to live by his own law:
to live in the way that he wills to do,
to work as he will, to play as he will,
to rest as he will,
to die when and how he will.”

Eso impactó en mi mente adolescente, esa última frase afirmando que cada persona tiene el derecho a morir cuándo y como quiera. La hice mía, me parecía correcta y acertada. Si no elegimos cuándo venir al menos decidir cuándo y cómo irse. Creo en ese derecho, no exactamente como se cree a nivel oriental, el código del honor y demás, sólo creo en el derecho a irse, sin más.
Lo que no evita que cuando alguien conocido lo ha hecho me pregunte una y otra vez por qué lo hizo y si pude hacer algo para cambiar el final.
Porque también abrazo (y con más ganas) el cinismo de Nietzsche cuando dice: “el suicidio es sólo una idea que ayuda a pasar más de una mala noche de insomnio”.
Por mi parte, aún tengo demasiada curiosidad como para finalizar.
Pero los que se han ido, como ella hizo hace un año, me devuelven a mi primera experiencia con la idea de suicidio, una historia que no recordé sino muchos años después, uno más de esos trucos que nos hace nuestro cerebro, escamoteando cosas del pasado y haciendo que aparezcan en los momentos más insospechados.
Cuando recordé lo que me pasó a los 9 años yo ya tenía veintitantos. Toda la escena se volvió a desarrollar como en una película en la que intervenía yo:

La fiesta del pueblo estaba en marcha, como cada junio, la era se iba llenando de las casetas de los feriantes y la chiquillería se reunía expectante, jugando y ayudando a los “quintos”. Allí estábamos un montón de críos, cuando alguien gritó desde lo lejos: “una culebra” y todos corrimos a ver al “terrible” animal. Se inició una cacería que comenzó a desagradarme y que terminó con el pobre bicho clavado en un poste en el centro de la era, abierta en canal (llevaba un montón de culebritas dentro) así que me fui de allí solo, asqueado por ese tipo de comportamiento “humano”, quería buscar más culebras para poder verlas vivas. Mientras caminaba me topé con una “gitanilla” (en realidad no lo era, pero en mi mente, ya que no guardo su nombre, la recuerdo así) de unos 13 años, que iba cargada con un enorme balde de ropa hacia el reguero. Me pidió ayuda y tomé una de las asas del barreño y continuamos caminando juntos hasta el lugar en que un rato antes apareció, para su mala suerte, el ofidio.
Recuerdo que me pareció preciosa. Era la primera vez que hablaba con una chica desconocida y me sentí bien. Sin embargo, las palabras que oí no eran agradables, hablaban del abandono de sus padres, de los malos tratos de sus tíos con los que vivía, del cansancio de deambular de un pueblo a otro sin poder ir al colegio, de las pesadas tareas de cada día, de las ganas de huir o desaparecer. Mientras enjuagaba la ropa en el agua reparé en sus muñecas vendadas y le pregunté al respecto, “Quise matarme”, espetó. Para mí eso era imposible de asimilar, no tenía ese concepto, no podía creerla. Uno no podía decidir eso, uno no podía matarse así…¿Quieres verlo?, me dijo. Sí, respondí. Ella me pidió que desatara sus vendajes y los desenrollé muy despacio, hasta que quedaron al aire las cicatrices y los puntos de sutura, tan recientes que aún sugerí que parecía pintado, mi cerebro no era capaz de procesar aquello como heridas y quería creer que lo había hecho con un rotulador, tan vivo y escarlata era el color. Las puso muy cerca de mis ojos, enfadada por mi incredulidad, que sólo era ignorancia y no pude ya engañarme, eran heridas verdaderas. Algo se rompió dentro de mí, algo cambió irremediablemente (mi mente infantil se hizo cargo de archivarlo fuera de lo consciente durante años). Si una muchacha como ella había querido irse, la vida se me volvía demasiado estrecha. Quise marcharme con ella, acompañarla en sus viajes y protegerla de su tío, pero me decía que él no dejaría que yo fuera con ellos; entonces mejor fugarnos juntos, le propuse, lejos de este pueblo, de tu familia, de toda esa gente odiosa y miserable, pero me devolvió a la realidad diciendo que yo sólo era un niño, que nos encontrarían, que no podríamos sobrevivir los dos solos en este mundo.
Prometí volver a verla esos días festivos, pero ya no pude, desapareció de la vista, sólo vi a su tío en la caseta de feria, una de esas de tiro con escopeta de aire comprimido. Le miré con odio, hasta le llegué a preguntar por ella, pero no me hizo el menor caso. Incluso tuve problemas con mi propia familia por estar allí pegado para ver si aparecía.
¿Por qué esta historia desapareció de mi mente y volvió décadas después con tanta intensidad? ¿Por qué pienso que ese suceso ha marcado mi relación con las mujeres? Tal vez sea de nuevo un juego malabar del cerebro, pero parezco tener un detector del malestar emocional y en vez de salir corriendo quiero quemarme a través de su dolor, necesito hacer algo para poder aliviar, salvar, devolver la salud, quiero sobre todo evitar lo peor, el acto final irremediable, lo que no quita para que a veces quiera eso mismo para mí. Así, mis experiencias más intensas han sido con mujeres que han arañado el otro lado en algún momento de su vida y así parece seguir siendo desde que tenía 9 años. No me interesa el morbo, no es eso, me interesa la intensidad y sólo parezco encontrarla en personas que han sido capaces de querer terminar y desaparecer, porque también suelen ser las personas con más ganas de vivir y de hacer cambios en este mundo tan lleno de miserias.
Ojalá esas personas encuentren el camino adecuado, la alternativa que aún sin darles la felicidad les permita seguir existiendo, mantener un ápice de curiosidad por el día de mañana, porque mañana todo será diferente, si somos capaces de “ver” como dice M. Proust: “El verdadero descubrimiento no es ver nuevos mundos, sino cambiar la mirada”.